Una fría mañana de invierno un hombre pasea dubitativo por la vacía calle que une las plazas de la Reina y de la Virgen. Sus pasos resuenan. Su cuerpo, envuelto por una larga gabardina en cuyo borde superior hunde la cara para protegerse de la brisa helada. No sabe a dónde se dirige, porque es el hombre sin rumbo. El hombre sin rumbo es un holandés errante moderno. Solo sabe vagar pero, como no conoce su destino, ese vagar se convierte en interminable. Qué desdichada la vida del hombre sin rumbo.

Tanto más porque nadie nunca le enseñó cómo poder encontrarlo. Nunca nadie le hizo de sextante o le mostró cómo guiarse con la luz de las estrellas. O nunca intentó aprender por sí mismo. En esta fría mañana de invierno todavía lejos de asomar el sol quizá esas estrellas le servirían de guía. Le podrían ayudar a conocer su destino. En el fondo, él quiere encontrar su camino, aunque el dolor que siente todavía no es lo suficientemente grande para empujarle a hacerlo.

El hombre sin rumbo

Contempla como nuevos los mismos ligares que ha visitado una y otra vez, solo porque la gente que hay en ellos cada vez es distinta. Le gustaba moverse. A veces, le sigue gustando. Otras, pierde la ilusión y hasta deja de contemplar. Se abstrae. Solo actúa como un autómata. Pierna izquierda arriba, hacia delante, apoyar. Pierna derecha arriba, hacia delante, apoyar. Cuando recupera la consciencia de dónde se encuentra, ve que ha cruzado la plaza entera. Decide desandar el camino. Desandarlo es como dejar todo como estaba. Como sincronizarlo con el universo y pedirle que, por favor, no se lo tenga en cuenta. Lo que no sabe el hombre sin rumbo es que dejar todo igual hace que nada cambie y eso le condena a errar.

El amanecer cercano va animando a la gente a salir de sus casas y él decide volver, esta vez consciente, quitando el piloto automático, al lugar del que salió. Entonces, se cruza con una mujer somnolienta, a juzgar por su semblante. Sin saber porqué, él se detiene, en la lejanía, y la contempla.

El hombre sin rumbo observa cómo ella abre una gran caja y extrae de ella un traje de novia. Saca también unos cartones pequeños, que harán las veces de pedestal y unas pinturas, con las que se pinta la cara de blanco. Como encerrado dentro de su campo magnético, contempla absorto la escena. La transformación de la mujer somnolienta en la bella novia blanca.

La novia blanca

Se pregunta si alguna vez en su vagar interminable pasó por ahí y la vio. No lo recuerda. Se habría percatado, se dice. Ese pálpito que ha sentido al verla por primera vez, lo habría tenido en otra ocasión… y se acordaría. Seguro que se habría fijado, se reafirma. Pero el hombre sin rostro se equivoca. Muchas veces pasó por ahí y la miró sin verla. Como todos, muchas veces caminó totalmente entregado a sus pensamientos. Pasado. Futuro. Desdichas. Y no se permitía contemplar la belleza que tenía enfrente.

Desde su trinchera en la esquina de la plaza, sigue contemplando la escena. La novia blanca ha finalizado su operación de maquillaje y se encarama a su pedestal. Tiene un clavel amarillo en su mano. Adopta una postura hierática y sujeta la flor con la mano a un lado. Los primeros transeúntes la miran, algunos de reojo, mientras devuelven su vista al móvil, otros más fijamente. Ninguno se para. Parece que todos van con prisa a esa hora.

El hombre sin rumbo, no. Decide acercarse y la mira a los ojos. Los ojos de la novia blanca, sin apenas moverse, casi por el rabillo, se posan en él y le dicen ´hola´.

Se quedan un rato así, observándose. De repente, él se da cuenta que hay un sombrero a los pies de las cajas. Echa su mano al bolsillo, saca una moneda y la deposita allí. La novia blanca sale de su parálisis. Hace una mueca. Primero, sorpresa.  Agradecimiento después. Gira la cabeza para mirarle de frente y extiende la mano, ofreciendo la flor.

Éste, sorprendido, la mira a su vez. Sin embargo, no coge la flor. Agacha la cabeza, triste, y reanuda su camino hacia ninguna parte.

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